martes, 29 de abril de 2008

~ Tercer Acto: El doncel del tiempo ~

El doncel del tiempo tenía una esclava que sabía leer los labios con la luz apagada. Muchos años atrás, en un día de fatal iluminación, había construido un columpio en el risco prominente de un acantilado, sustituyendo las cadenas por larguísimas leontinas cromadas y convirtiéndose él mismo en el péndulo preciso del reloj más hermoso de la tierra y el cielo, pues entre ambos reinos se balanceaba libre, ora apoyando el pie en la roca para darse impulso, ora volviendo a caer, desgarrando las nubes para marcar con funesto compás el paso inexorable de su edad y del mundo. Algunas veces, cuando no tenía nada mejor que hacer, el príncipe se acercaba hasta el acantilado para conversar con él, pero nunca le encontraba despierto. Retrepado en una forzada postura sobre la diminuta tabla de madera suspendida en el vacío, el jovencillo de pelo cano dormía un sueño del que esperaba poder levantarse de un momento a otro. Deseaba con todas sus fuerzas salir de allí, abrir los ojos y descubrir que era otro mundo el que veía, otro aire el que respiraba: un lugar donde crecían calendarios de hojas perennes y se fabricaban velas de llama inextinguible. Pero no había nada de ello, ni en la realidad ni fuera de ella. Tan sólo el viento erosionando su rostro; el vaivén incesante de un juego convertido en condena: ser comitre de una galera llamada al naufragio. El príncipe sonreía y se sentaba, contemplando el mar que se extendía desde el tajo. "Ojalá yo pudiese estar tan seguro de mi destino como tú", se decía procurando no escucharse demasiado. Luego, felizmente resguardado en las escamas de sus ilusiones, volvía caminando hasta el palacio sin volver la vista atrás, sin reparar en la hora que marcaban los rayos en declive del sol de poniente. Sin embargo, poco antes de que el último destello dorado lanzara su fogonazo de despedida, la mujercita vestida de rojo que esperaba paciente segundo tras segundo ese momento tiraba con fuerza de las cadenitas hasta subir a su señor. Ya era de noche, y nunca había luna. Nunca para él. Sobre sus brazos acunaba a un anciano recién nacido, vacío de llanto y de leche que en la oscuridad repetía sin cesar algo que sólo ella era capaz de entender. "A casa, a casa..." Porque con la luz apagada sabía leer los labios la esclava que tenía el doncel del tiempo.

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