lunes, 7 de abril de 2008

~Interludio~

Había una casita, cerca del jardín, donde el príncipe solía ir a refugiarse los días en que la tristeza del incienso contagiaba todo su palacio. Allí vivía otro príncipe, también sin nombre, que sólo sabía tocar el piano, cortar leña y hacer bombones trufados para una muñeca de porcelana, que nunca tenía hambre, nunca pasaba frío y era incapaz de percibir sonido alguno. La muñeca se sentaba siempre en el mismo lugar, en un columpio de ébano que oscilaba cadente y preciso como un metrónomo, sosteniendo sobre sus rodillas un par de pergaminos en blanco y un millar de pinceles que se alternaban, como los colores en el arcoiris, apretujados entre sus finos dedos. A pesar de que no mostraba sentimentos, no transmitía emociones y todo calor le era tan ajeno como la propia vida, su príncipe, que estaba condenado a su silencio, era el ser más feliz de todo el reino, pues estaba convecido de que bajo aquella piel artificial, su fuego, su canción y su dulzura le dibujaban en la blanca carita la más hermosa de todas las sonrisas.
Y la lluvia no dejaba de incordiar con su monótona melodía a los cristales, interrumpiendo el recital del príncipe, hasta que un milano gigante, portando en sus patas la jaula de viaje, se posaba cerca de la cabaña para llevar de nuevo a su ilustre pasajero a la mansión que se alzaba sobre las nubes. No habría podido asegurarlo, pero el príncipe, desde el cielo, creía ver siempre en el parterre donde la muñeca sembraba sus dibujos, la forma de un rostro que le dedicaba también una sonrisa.

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