jueves, 3 de abril de 2008

~Preludio~

En el sueño, el fugitivo era príncipe y vivía en Babilonia, recostado en un inmenso cojín de seda roja y bordados de oro, observando, a través de la ventana y de las nubes de latakia que dejaba escapar de sus labios, en los que se apoyaba la boquilla, tallada en carey, de un narguile de cristal azulado, la vida anónima de una ciudad que no le interesaba en absoluto. Vestía a la moda de siglos pasados, envuelto en una amplia túnica blanca cubierta de falsa pedrería y ciñendo sobre su cabeza la corona que arrebató a un rey de la India. No sabía andar más que a grandes pasos, a fin de que sus innumerables enemigos, que siempre estaban ocultos entre sus fieles más cercanos, no descubrieran en sus enormes zancadas el terrible defecto de una grave cojera, único botín de guerra que pudo llevarse consigo de la batalla que le había coronado como héroe de la nación. Cuando se aburría, cosa que con frecuencia ocurría en la habitación de mármol ocre y tapices color violeta, el príncipe se entretenía escuchando las historias que de los barrios pobres le traía su mono amaestrado, que era más temido en su ciudad, por su facilidad para desenterrar incluso el secreto más oculto, que el más sanguinario de los asesinos. Tenía pues, sueño dentro del sueño, todo cuanto un hombre de su posición pudiese llegar a desear, aunque ese deseo bebiese de los manantiales más puros de la irrealidad y, quien se bañase en ellos, tal como él se ahogaba cada noche, fuese capaz de alcanzar aun lo imposible con un simple pensamiento. Así pues era lógico y necesario que el príncipe habitase la más hermosa estancia de un palacio que, sostenido por una colosal columna de nácar, flotaba sobre las nubes púrpuras que cegaban al sol de Oriente, compartiendo casa y destino con un quemador de incienso que lloraba los días de tormenta, un león albino que sólo se dormía al son de una cítara desafinada y tres o cuatro personas por las que siempre estuvo dispuesto a morir, pero a las que nunca se atrevió a llamar amigos.

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