jueves, 1 de mayo de 2008

~ Tan sólo un poquito ~

La jovencita se acercó dando pasitos cortos hasta el lugar de donde provenía la nevada. En la plaza, junto al roble vallado y cerca de la casa de los cisnes había un hombre que esculpía un bloque de hielo, haciendo volar diminutas esquirlas blancas que el viento arrastraba. Era un ángel, un ángel transparente, como hecho de agua pero duro como la piedra, abriendo bajo el sol nublado de mediodía unas alas tan frías como acogedoras. Abrazó su muñeca y siguió hasta llegar al lado del gigante que sostenía en sus manos el cincel y el martillo. Era verdaderamente enorme, grueso y ceñudo como un oso, con un gesto serio que era su mejor cartel de presentación: una señal luminosa que decía "no te acerques, no me mires, no me hables". Sin embargo, la pequeña no podía resistirse y le tiró del abrigo para que le hiciese caso. Él se volvió y la vio, pequeñita, menuda como una figurita de hielo como las que tallaba, con un dedito apoyado en los labios y los ojitos muy abiertos, como si fuese la primera vez que miraba a alguien de frente, y no pudo más que sonreír.
-¿Quieres algo, nena?
-Es muy bonita... La estatua...
Sonrió nuevamente.
-No es bonita, nena, tan sólo es un poquito exacta.

miércoles, 30 de abril de 2008

~ Fagot ~

Fue un juramento pronunciado un día de fiesta, por lo que quizás no fuese oído por aquel que debía cumplirlo. Eso, sin duda, fue lo que debieron pensar los hombres que unos pocos días después le colgaron desnudo de un balcón de la avenida, pues juzgaron traición y sentenciaron pena capital sin perder tiempo oyendo absurdos alegatos constantemente interrumpidos por gimoteos. "Mala suerte", dijeron muchos cuando tiempo más tarde se supo la verdad y ya no había remedio. Desde luego que nadie hubiese podido imaginarlo siquiera, pero fue una auténtica lástima. De todas las bocas que en la ciudad eran capaces de maldecir y lanzar afiladas palabras envenenadas, tuvieron que silenciar aquella que nunca se abrió más que para dejar que el aire pasase de sus pulmones a la boquilla, penetrando por la doble lengüeta para salir suavamente por la base, dando la nota exacta para que la orquesta pudiese afinar en el tono perfecto.
Aquel día no hubo música porque los violines no se presentaron. La culpa había enmudecido sus cuerdas. Se removían en sus estuches, sin aire, sintiendo el ahogo de un ataúd lleno de lágrimas.
"No era posible que fuese más bello que nosotros..."

martes, 29 de abril de 2008

~ Oficio ~

Si soy, como cada mañana, aun estoy en blanco. De cuando en cuando, en lugar de atracar en puertos imposibles, me doblo por la mitad y afilo mi punta, me doy aliento y equilibrio, y después me lanzo sobre un mar de tinta para dibujarme, para que todo me manche y me llene, para que ninguna línea sea igual a la anterior. Me abandono a la marea, dejo que ella decida y viajo de un confín al otro, sin deternerme, sin pedir permiso, sin saludos ni despedidas, queriendo a cada momento sólo lo que tengo, sin preocuparme de nada más, porque esta es la libertad que necesito, la única libertad que conozco y la única a la que puedo rendirme. Pega el sol con más fuerza, se levanta algo de viento. Mis fibras se van secando. De mi lienzo inmaculado ya no queda nada, ahora soy un conjunto de imágenes difusas, sin sentido, sin orden, descalabradas unas sobre otras como las piezas de un puzzle destrozado por un niño impaciente. Me levanto, echo a volar por encima de este piélago de colores y pongo rumbo sin timón al país de las respuestas, donde habitan los reyes sordos. Allí soy bandera, flameo sobre las cabezas de los hombres que matan y mueren en mi nombre, me cubro de pólvora, de sangre, manos agonizantes me deshilachan sin piedad. Después me libro del mástil y soy abrigo, cobijo del pobre, enemigo del frío y pozo de lágrimas. Se va la tinta, se va la pólvora, se va la sangre, pero las lágrimas no tienen color y permanecen, porque son un grito que nunca deja de gritarse. Esa es la respuesta que obtengo. Cosen mis heridas, taponan la hemorragia de mis grietas con lindos parches bordados y mi rostro de inocencia desaparece bajo una capa de nueva inocencia, dulce y terrible como la cólera de un amante. Descubro que puedo herir, que una palabra impresa sobre mi piel es capaz de abrir el abismo bajo los pies de muchos, que nadie está a salvo de las fantasías de quienes le rodean. Soy la espada en manos del ciego: conmigo tientan el mundo en busca de un camino más fácil, de un perdón más concesivo, de una belleza más pura, pero no hacen sino destrozar cuando de bueno hay en todo aquello que los ojos no pueden ver. Decido irme, ya está bien por ahora. Regreso de nuevo allí de donde vengo, allí donde todavía no hay nombres, ni pensamientos ni colores, allí donde no hay que decidirse por nada y la vida es vida, porque sólo se vive y nunca se sueña.

~ Tercer Acto: El doncel del tiempo ~

El doncel del tiempo tenía una esclava que sabía leer los labios con la luz apagada. Muchos años atrás, en un día de fatal iluminación, había construido un columpio en el risco prominente de un acantilado, sustituyendo las cadenas por larguísimas leontinas cromadas y convirtiéndose él mismo en el péndulo preciso del reloj más hermoso de la tierra y el cielo, pues entre ambos reinos se balanceaba libre, ora apoyando el pie en la roca para darse impulso, ora volviendo a caer, desgarrando las nubes para marcar con funesto compás el paso inexorable de su edad y del mundo. Algunas veces, cuando no tenía nada mejor que hacer, el príncipe se acercaba hasta el acantilado para conversar con él, pero nunca le encontraba despierto. Retrepado en una forzada postura sobre la diminuta tabla de madera suspendida en el vacío, el jovencillo de pelo cano dormía un sueño del que esperaba poder levantarse de un momento a otro. Deseaba con todas sus fuerzas salir de allí, abrir los ojos y descubrir que era otro mundo el que veía, otro aire el que respiraba: un lugar donde crecían calendarios de hojas perennes y se fabricaban velas de llama inextinguible. Pero no había nada de ello, ni en la realidad ni fuera de ella. Tan sólo el viento erosionando su rostro; el vaivén incesante de un juego convertido en condena: ser comitre de una galera llamada al naufragio. El príncipe sonreía y se sentaba, contemplando el mar que se extendía desde el tajo. "Ojalá yo pudiese estar tan seguro de mi destino como tú", se decía procurando no escucharse demasiado. Luego, felizmente resguardado en las escamas de sus ilusiones, volvía caminando hasta el palacio sin volver la vista atrás, sin reparar en la hora que marcaban los rayos en declive del sol de poniente. Sin embargo, poco antes de que el último destello dorado lanzara su fogonazo de despedida, la mujercita vestida de rojo que esperaba paciente segundo tras segundo ese momento tiraba con fuerza de las cadenitas hasta subir a su señor. Ya era de noche, y nunca había luna. Nunca para él. Sobre sus brazos acunaba a un anciano recién nacido, vacío de llanto y de leche que en la oscuridad repetía sin cesar algo que sólo ella era capaz de entender. "A casa, a casa..." Porque con la luz apagada sabía leer los labios la esclava que tenía el doncel del tiempo.

jueves, 24 de abril de 2008

~ Mensaje en una botella que se estrelló contra las rocas antes de llegar al agua y que una ola borró para siempre ~

Por favor, dime que me oyes. Dime que me ves desde donde te encuentras. Dime que aun me queda esperanza. Te lo ruego: sálvame. Te necesito. Necesito que me mires. Necesito que me distingas de entre esta multitud que me rodea. ¿Es que no te das cuenta? Me ahogan, me están ahogando, me asfixio. Queda ya muy poco de mí. Ven. Te lo suplico. Ven por mí. Cruza este mar picado y llévame contigo; llévame lejos de este lugar, de esta nada que me contagia su vacío. Sácame de esta oscuridad y ponme a la luz. A tu luz. Quiero estar junto a ti. Quiero brillar para ti, con tu luz, con tu resplandor. Quiero reflejarte. Ser tu espejo para que te mires, para que sonrías al ver tu belleza, para que compartas tu belleza conmigo. Quiero que seas conmigo. Te quiero. Deseo quedarme contigo. Deseo que me sonrias. Hazme único. Te pido muy poco. Apenas un rincón en tu corazón o en tus recuerdos, en algún lugar en el que sienta tu presencia, en algún lugar que nunca olvides, porque quiero quedarme para siempre. Así es. No pienso abandonarte, porque te debo la vida. Estoy en deuda contigo. Soy tu amigo, tu hermano. Soy tu esclavo. Para siempre tuyo, seas quien seas. No me importa quien seas, porque también has sido mío por un instante. Has sido yo mismo. Te has metido en este cuerpo, has hablado con esta voz, has sentido con estas manos. ¿Ves estos ojos? ¿No te acuerdas de la mirada de estos ojos? Se te empañaron con mis propias lágrimas. Con tus lágrimas, porque estabas llorando. Cuando estabas entre mis brazos llorabas. Como un niño asustado. Como una doncella triste. Y también, como una novia enamorada, pues eso eras entonces. Una llamarada de amor. Una prueba viviente de amor. Tú me querías, ¿no es verdad? De hecho, aun me quieres. Siempre me quisiste, desde el primer momento en que me viste, o tal vez desde antes, desde mucho antes de que supieses mi nombre, desde mucho antes de que recibieses este mensaje, desde mucho antes de que mi voz te llamase desde las sombras. Porque, en realidad, eras tú quien me necesitaba. Eras tú quien me gritaba desde el otro lado del mar. Eras tú quien me suplicaba auxilio. Pero un día, te vi. Te elegí a ti y te hice único. Y hoy, con una palabra, he podido devolverte el favor. Gracias.

~ Soledad es olvido ~

Era ya muy viejo cuando fue a verse a sí mismo, y se encontró tendido en la cama, moribundo, y apenas recordaba nada. Él se sentó a un lado y suspiró, compartiendo por un momento su cansancio de vivir, sintiendo que todo era una comedia que se prolongaba más allá del aplauso. Vivir para ver –pensó él, viendo su reflejo aun joven en los ojos de su anciano. Esta es la primera vez que muero y ya creo que no aprenderé nada –se dijo.

A mediodía había expirado y una semana después lo enterraron a pocos pasos de su casa. Decidió no asistir a la ceremonia, decía no encontrarse con fuerzas, pero en realidad, no se atrevía a mirarse de aquella forma tan siniestra, con su rostro sonriéndole en la misma máscara de la muerte, esbozando una muesca grotesca de lástima.

Salió a pasear por primera vez en varios años un día de primavera y decidió que vendería aquella casa y se iría lejos, tal vez al otro lado del mar, a probar fortuna en otras tierras. Liquidó cuanto tenía, compró el primer pasaje que salía de su país y cruzó diecinueve días de mar hasta llegar a un continente que todavía no tenía nombre ni buenos ni malos recuerdos.

Durante más de veinte años el hombre vio florecer su riqueza al tiempo que su edad se marchitaba cada vez más rápidamente, indiferente a los gritos de egoísmo que este le lanzaba, como si pretendiese hacerle comprender al tiempo que era demasiado injusto correr tanto cuando tan poca prisa tenía por llegar al final.

Pasaron unos años más y hubo guerra en aquel país que ya tenía nombre y había acumulado más recuerdos malos que buenos. La pobreza hizo mella en toda la población y el hombre se vio abocado a la miseria, teniendo que mendigar para sobrevivir día a día, acusando de nuevo al tiempo de ser un cruel tirano que tanto estiraba el invierno en su hora de desgracia.

Y un día, desesperado, mató a otro hombre, robó su dinero y compró el último pasaje del último barco que salía de aquel país. Al alejarse, habiéndose cumplido el décimo noveno día de mar, aun se podían ver las nubes de humo negro y el resplandor del fuego que como una boca hambrienta se tragaban todo aquel pasado.

Aun le quedaba algo de dinero al llegar y con él compró una casita blanca junto a un cementerio gris. Durante nueve años no hizo otra cosa más que ver el alba y el ocaso por la ventana desde su cama, sintiéndose sin fuerzas para siquiera volver a descubrir el sabor del aire sobre la cara.

Al abrir los ojos una mañana había alguien más mirando. Era un chico joven, alegre y despreocupado. Lo contemplaba como a una imagen de increíble parecido, como a un cuadro muy logrado de un paisaje conocido, como si pretendiese obtener alguna respuesta del silencio sin necesidad de preguntar nada.

Y cuando esos ojos se apartaron, los suyos se cerraron para siempre e imaginaron muchas cosas extraordinarias. Pero entre toda aquella fantasía postrimera no había un solo hueco para un recuerdo feliz.

Y sonrió, porque recordó que los muertos, aunque dormían, no tenían pesadillas con su pasado.

jueves, 17 de abril de 2008

~Confutatis maledictis~

Yo sólo tengo a una niña pequeña, meciéndose feliz en los brazos de un hombre que la quiere, pensando que la vida es tan hermosa y sencilla como los vestidos de su muñeca favorita, tan imperturbable como esa sonrisa que nunca nadie podría pensar que llegase a abandonar su rostro. Si tú la tuvieses, si fuese tuya, si también entre tus brazos sintieses su calor adorado, su peso dulce, si te dedicase a ti, sólo a ti, una de esas miradas de ángel por las que daría la vida entera, sé que me comprenderías. Sé que harías exactamente lo mismo que yo, que la cuidarías, que la sostendrías siempre en alto para que no cayese, para que estuviese más cerca del cielo, de las estrellas, pues ella misma es una estrella y como tal la sientes, con orgullo la sientes mientras la levantas, con orgullo la llevarías a cualquier sitio que te pidiese de la mano, aun al mismo infierno, buscando entre montañas de ceniza las más bellas flores para adornar sus cabellos, para ornar su rostro de porcelana brillante, la más encantadora y hermosa visión que a tus ojos fue concedido ver jamás. Darías tu sangre por ella. Romperías hasta el último hueso de tu cuerpo, como yo lo hice, para concederle el más insólito de los caprichos; y en ese dolor te complacerías obsceno, como si cruzases las puertas del Paraíso. Renunciarías a todo por ella. Todo lo dejarías a un lado por seguirla, por respirar cerca del aire que sale de sus pulmones, por contagiarte de su enfermedad, de su silencio y de su muerte, para morir con ella contento si la vida se le apaga en ese cuerpecito de seda y cristal. Ella es un fuego, un mar, una inmensidad refulgente en su incandescencia, un infinito de infinitos contenidos en deliciosos límites, guardados como abalorios en una cajita de plata, sobre una mesita de noche, junto a una chimenea donde se oyen ecos de cuentos fantásticos, historias inauditas repletas de hermosos héroes y fieros dragones de ígneo aliento, capaces de saltar de esas páginas de la voz cansada para luchar contigo, ansiosos de tu carne enamorada, apasionada por unos rizos prohibidos, por un color inhumano, por un tacto inimaginable, hambrientos, digo, de tu pecho abierto a la eternidad de la ausencia, de la soledad, pues no podrías nunca, como no pude yo, amigo mío, vencer ni ser vencido, sino contemplar, desde la cruel distancia de la más fatal cercanía, como aquello que sólo posees te será negado. Para siempre. Pues tu corazón no es ni ofrece reposo para quien ni reclama ni necesita de tu amor.