jueves, 24 de abril de 2008

~ Soledad es olvido ~

Era ya muy viejo cuando fue a verse a sí mismo, y se encontró tendido en la cama, moribundo, y apenas recordaba nada. Él se sentó a un lado y suspiró, compartiendo por un momento su cansancio de vivir, sintiendo que todo era una comedia que se prolongaba más allá del aplauso. Vivir para ver –pensó él, viendo su reflejo aun joven en los ojos de su anciano. Esta es la primera vez que muero y ya creo que no aprenderé nada –se dijo.

A mediodía había expirado y una semana después lo enterraron a pocos pasos de su casa. Decidió no asistir a la ceremonia, decía no encontrarse con fuerzas, pero en realidad, no se atrevía a mirarse de aquella forma tan siniestra, con su rostro sonriéndole en la misma máscara de la muerte, esbozando una muesca grotesca de lástima.

Salió a pasear por primera vez en varios años un día de primavera y decidió que vendería aquella casa y se iría lejos, tal vez al otro lado del mar, a probar fortuna en otras tierras. Liquidó cuanto tenía, compró el primer pasaje que salía de su país y cruzó diecinueve días de mar hasta llegar a un continente que todavía no tenía nombre ni buenos ni malos recuerdos.

Durante más de veinte años el hombre vio florecer su riqueza al tiempo que su edad se marchitaba cada vez más rápidamente, indiferente a los gritos de egoísmo que este le lanzaba, como si pretendiese hacerle comprender al tiempo que era demasiado injusto correr tanto cuando tan poca prisa tenía por llegar al final.

Pasaron unos años más y hubo guerra en aquel país que ya tenía nombre y había acumulado más recuerdos malos que buenos. La pobreza hizo mella en toda la población y el hombre se vio abocado a la miseria, teniendo que mendigar para sobrevivir día a día, acusando de nuevo al tiempo de ser un cruel tirano que tanto estiraba el invierno en su hora de desgracia.

Y un día, desesperado, mató a otro hombre, robó su dinero y compró el último pasaje del último barco que salía de aquel país. Al alejarse, habiéndose cumplido el décimo noveno día de mar, aun se podían ver las nubes de humo negro y el resplandor del fuego que como una boca hambrienta se tragaban todo aquel pasado.

Aun le quedaba algo de dinero al llegar y con él compró una casita blanca junto a un cementerio gris. Durante nueve años no hizo otra cosa más que ver el alba y el ocaso por la ventana desde su cama, sintiéndose sin fuerzas para siquiera volver a descubrir el sabor del aire sobre la cara.

Al abrir los ojos una mañana había alguien más mirando. Era un chico joven, alegre y despreocupado. Lo contemplaba como a una imagen de increíble parecido, como a un cuadro muy logrado de un paisaje conocido, como si pretendiese obtener alguna respuesta del silencio sin necesidad de preguntar nada.

Y cuando esos ojos se apartaron, los suyos se cerraron para siempre e imaginaron muchas cosas extraordinarias. Pero entre toda aquella fantasía postrimera no había un solo hueco para un recuerdo feliz.

Y sonrió, porque recordó que los muertos, aunque dormían, no tenían pesadillas con su pasado.

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