jueves, 3 de abril de 2008

~Primer Acto: La luz entre las tinieblas~

La puta favorita del príncipe se llamaba Lucrezia. Vivía dentro de la tulipa del candil de un gigante que, desesperado por la pérdida de su único amor, no quiso volver a ver su luz nunca más y se marchó para siempre. Cada mañana, Lucrezia descorría la cortina hecha jirones de una grieta que en el cristal, hacía las veces de ventana para saludar al sol, adelantándose varias horas a su salida. Para ella, ese era el momento más hermoso del día, porque a partir de entonces las cosas sólo podían mejorar. Él solía llegar a su casa al mediodía, cuando los pájaros de metales preciosos apenas habían terminado de interpretar sus melodías para los ángeles inexpertos, trayendo consigo un ramo de flores recién desterradas de su jardín. Ella lo esperaba con una cálida sonrisa, tendida en el hueco de un dedal mal decorado al estilo bizantino, que por pobre y ridículo, no podía más que resultar gracioso a unos ojos tan concesivos como los del príncipe. Y ella lo sabía. Explotaba esa candidez, disfrutando de ese instante glorioso en el que conseguía rendir a sus pies al hombre más rico y poderoso del mundo con el esplendor de su humildad. Nunca hacían el amor: él era demasiado orgulloso, a pesar de lo que sentía en su interior, como para despojarse de sus delicadas ropas delante de una mísera plebeya. Se contentaba con sentarse a su lado, apoyando sobre aquel hombro fino y quebradizo, como de porcelana vieja, su cabeza siempre llena de espirales de metáforas en las que aparecían espinas, rosas y largos suspiros. Tomaba su mano entre las suyas y la apretaba con fuerza. Ella volvía a sonreír. "Puedes tener todo cuanto tu corazón desea, pero sólo a mí, que no me reclamas, temes perderme", pensaba ella en aquel silencio que era, al mismo tiempo, perfume y asfixia para un hombre que se veía a sí mismo como a un gigante.

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