jueves, 3 de abril de 2008

~Segundo Acto: Carnaval~

Cuando el arlequín soñaba, a menudo iba a encontrarse con el príncipe. Una vez los dos cerraron los ojos al mismo tiempo y cruzaron, volando, las fronteras de la ciudad. Él sintió el tacto de su mano, callosa y áspera de tanto lanzar y recoger malabares, cálidos sus dedos como sólo pueden estarlo aquellos que están ya rojos de tanto aplaudir. Se aferró a él como a la única tabla tras un naufragio, y, a pesar de que sus labios le sonreían, era incapaz de fingir que no le daba miedo aventurarme en un lugar del que siempre huía en sus vigilias: el carnaval. Las carcajadas resonaron en su cabeza con la misma potencia de un trueno: esa era su forma de calmarle. Se dejó llevar. Al fin y al cabo todo aquello no era real y en cualquier momento, si algo de lo que llegase a ver le superaba, confiaba en poder despertarse sin ni siquiera tener que despedirse de aquel saltimbanqui. De un salto bajaron de la góndola de oro y zafiros y pusieron pie en tierra firme. Escuchaba, mientras caminaban, el crujir de las toneladas de confeti acumulados en el suelo a lo largo de los días, como si en aquel lugar increíble siempre fuese día de fiesta. Donde quiera que mirase veía siempre cientos de personas afanándose en decorar un arco o colgar guirnaldas vistosas entre el hueco que dejaban los edificios en las calles más estrechas. Por aquí, un grupo de niños correteaban chillando y llevando en la mano tiras de interminables serpentinas. Por allá, decenas de parejas de novios con antifaces plateados bailaban al son de una música que eran incapaces de oír con el estruendo de la multitud que les cercaba, de la cual, el cómico cicerone era el mayor agitador. Todo lo que el príncipe podía sentir en torno a sí se derrumbaba en una caótica celebración que no obedecía a motivo ni a razón aparente. Todo era nuevo, brillante, alegre, veloz, sonoro y sencillo; disparatado, desde luego, carente de lógica, de cualquier tipo de lógica, como ocurre siempre en los sueños más auténticos. Y la verdad es que no le importaba. Mientras entrelazaba sus brazos con los desconocidos que le rodeaban y danzaba, riendo en su círculo demencial sin sentido ni ritmo, creyó por un momento ser feliz. Entonces, todos desaparecieron ante sus ojos, desvanecidos como figuras de humo engullidas por un tornado.
-¿Te das cuenta?-, dijo una voz a la espalda del príncipe. El arlequín aun permanecía en el páramo desierto de lo que, hacía apenas un instante, había sido una ciudad que gritaba y cantaba frenética, con una sola garganta.
-¿Darme cuenta... De qué?
-De que eras feliz y no llevabas máscara-, apostilló.

No hay comentarios: